Salvador creía, confiaba, tal se lo había enseñado uno de sus maestros, que todo en la vida era cuestión de matemáticas, de geometría, de medidas precisas, pero sobre todo era devoto de la exactitud del tiempo.
Cuando recién ingresó a la Institución Salvador Clemente Dávila soportaba el frío de las peores mañanas de invierno a la intemperie saboreando el golpe preciso del paso del tiempo; cada cosa en su sitio, las seis de la mañana, la mirada clavada en un punto justo, ni más ni menos, la punta de los zapatos lustrados apuntando en la misma dirección, los bigotes recortados dejando ver todo el labio, la barbilla alzada, el sol de las 6 y 5 brillando matemáticamente en la hebilla de su cinturón.
En la Institución le habían enseñado que un argentino de bien debía atender y respetar los parámentros del tiempo y sus estipuladas combinaciones en la vida de los hombres. Y de esas verdades se valió para llegar donde llegó Salvador Clemente Dávila en esa Institución.
Pasando el alto portal, que buscaba el cielo de la Patria con dos sables cruzados en el extremos más alto, Salvador sabía que sería saludado por primera vez, luego, a quince segundos y 20 pasos de distancia tomaría el lustroso picaporte de bronce y la puerta sonaría pesada, solemne a todo lo largo del pasillo; y allí iba él, siempre a tiempo y en el momento preciso haciendo sonar sus pies fuertemente calzados, siempre al mismo rítmo 20 pasos más hasta la puerta de su despacho.
Era una religión de pesos y medidas la que hacía de Salvador Clemente el hombre con mayor futuro en la Institución. Había logrado ser respetado por su precisión, si la Institución le encargaba algún trabajo nocturno, que aquel año de 1976 eran cada vez más habituales, él se tomaba unos minutos para trazar las coordenadas de la acción y luego, con tres o cuatro colaboradores hacía lo que tenía que hacer y a la mañana siguiente nunca se le veían ojeras u otras resacas por lo que había pasado la noche anterior.
Pero alguien que estaba más arriba que él en la Institución quiso saber hasta dónde era capaz de llegar el puntual Salvador Clemente Dávila, era casi una prueba bíblica de devoción. En la orden del día figuraba la siguiente comisión para Salvador: Arenas 345, Capital, domicilio donde se han registrado actividades anormales, requisa y posible traslado de los ocupantes. Salvador tomó su mate cocido y permaneció mirando la hoja del servicio diario repasando la orden, mirándose fíjamente en su destino, no titubeó ni quiso moverse un milímetro de la rutina diaria:
Pasados 45 minutos él y su tres colaboradores estaban frente al domicilio de Arenas 345, golpeó firmemente con sus puños sobre la puerta, una, dos, tres veces, hasta que una mujer mayor apareció en ropa de cama en el umbral, le sonrió con ternura y le dijo:
-Pasá Salvador, mi vida, qué te olvidaste corazón. Ya que volviste temprano hijo, aprovechá para tomarte unos mates con el papi en la cocina.
Salvador apartó a la mujer con el revés de su brazo derecho, caminó por el pasillo y en la galería, frente a las habitaciones anunció con voz matutina:
-Soy el Capitán Salvador Clemente Dávila y estoy aquí en nombre del Ejército Argentino para requisar esta casa por posibles actividades subversivas.
Y allí se quedó, con los bigotes alzados, viendo como el sol de las siete de la mañana caía sobre los malvones de su madre, mientras sus camaradas daban vuelta el cuarto de la hermanas, el de los padres y hasta el suyo propio, buscando lo que finalmente no encontraron.
Salvador no escuchaba el griterío ni los insultos de su madre, en su cabeza sonaba la música de la precisión.
Aquel 3 de junio de 1976 el domicilio de Arenas 345, a las 7,45 de la mañana, quedó completamente vacío y la comisión realizada perfectamente.
Hasta que a las 18.30 volvió, como todos los días, puntual en su regreso del trabajo, el Capitán Salvador Clemente Dávila, desde entonces el único habitante de esa casa.